Ricardo Franco Vicario

El viernes, día 9 de Septiembre, mientras desayunaba, me di cuenta de que la miel que utilizo para edulcorar el café, lleva la marca “Cerro de la Reina”. 

Pensativo y afectado, como un elemento más de ese subconsciente colectivo, recibí con tristeza el fallecimiento de la reina Isabel II, con la críptica frase en la portada del periódico: «El Puente de Londres ha caído».

Por mi cabeza pasaron 70 años de mi propia historia, en la que esta monarca había estado siempre como telón de fondo, al igual que todos los importantes personajes coetáneos de parte del siglo XX y XXI.

Seamos o no partidarios de tal o cual modelo político, los humanos incorporamos al mundo de nuestros recuerdos, de nuestras filias o de nuestras fobias; en definitiva a nuestras representaciones mentales, a aquellas personas ajenas a la realidad de nuestra vida cotidiana, familiar, laboral, social. 

Lo mismo ocurre con nuestros artistas (pintores, escritores, actores, músicos…) preferidos, pertenezcan o no al tiempo que nos ha tocado vivir.

Se establecen con ellos vínculos de referencia que acaban adquiriendo la categoría de “pertenencia”, cuando el personaje en cuestión nos es empático, aunque nunca hayamos tenido ocasión de tratarlo, ni tan siquiera de haberlo visto físicamente a distancia, con motivo de un evento multitudinario, a los que nunca acudo por mi innata adversión a los gregarismos de masas ingentes.

Crean un sentimiento, que luego aflora en emoción, cuando les ocurre algo importante en sus vidas, y en tristeza cuando desaparecen.

Es la metáfora de la canción de Camilo Sexto: “Algo de mi, algo de mi… se está muriendo”.

Nos devuelven a la realidad la condición finita y escasamente visible de nuestra propia existencia. 

Se incorporan como invitados en nuestro particular “almario”. 

Algunas personas hablan de ellos, como si formasen parte de un íntimo círculo de amistades.

Cuando tienen ocasión de estar físicamente próximos, con motivo de acudir a algún acto como espectadores, se abalanzan para tocarles, darles la mano o abrazarles; sintiendo —hoy día con las nuevas tecnologías— un placer infinito si consiguen un selfie con su ídolo.

En definitiva se genera precisamente eso: una idolatría (persona o cosa por la que se siente un amor o admiración excesivos).

Una breve digresión: 

Dicen que el Athletic, no es un club, es un sentimiento.

Una socia de este equipo bilbaíno, que tantos momentos de gloria nos ha proporcionado; también serios disgustos, me comentó que una vez, estando de turno de tarde como enfermera en el Hospital Universitario Basurto, vió aparecer por la puerta de la sala donde trabajaba al famoso portero del equipo: José Ángel Iribar (el Txopo). 

Su presencia le provocó tal intensa emoción que se lanzó sobre él y le plantó un par de besos.

Tuteándole, se ofreció a conducirle a la habitación del amigo a quien el futbolista había venido a visitar. 

En realidad no le conocía de nada, y nunca había tenido ocasión de tenerlo tan cerca.

Los que presenciaron el gesto y la actitud de cercanía de la enfermera, pensaron, con envidia, que Iribar y la sanitaria eran amigos de toda la vida.

Volviendo al “Puente de Londres ha caído”, a mi amerengada pena por la desaparición de este icono de la nación más tradicional de Europa, y a la miel de mi desayuno, comprobé que el tarro de mi edulcorante preferido se había terminado…

Y me sentí adivino por la premonición.